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La tierra que llevo en los pies

  • cufaneo
  • 23 mar 2017
  • 1 Min. de lectura

Fue una mañana fría. El sol todavía era una promesa, real, pero promesa al fin. Había pasado una de las noches más increíbles en la vida. Las estrellas se me caminaban encima, la luna se me caía en la cabeza. Pero cuando me fui a dormir supe que la mañana sería perfecta.

A penas salí del refugio el pasto tenía escarcha y el frío amenazaba. Otoño, en la montaña, en el sur era magia absoluta.

Comencé a caminar, pero pocos pasos después no tuve más remedio que sacarme la campera. Ante mis pasos se abría el bosque increíble que ya había recorrido para la ida.

Pero esta vez era diferente, tenía los pies, el cuerpo entero, lleno de energía. El descanso me había limpiado la cabeza. Con agua en el termo y la mochila en la espalda el viaje empezaba a terminar.

Las partidas y las llegadas siempre son mágicas. Pero en mi caso, también lo son las vueltas. Volver tiene la expectativa de encontrar el abrazo de los amigos, el espacio propio, las historias que contaremos mil veces.

La caminata me llevó unas largas tres horas, pero la sensación era que no quería que se termine. Pocas veces estuve tan sucio y feliz al mismo tiempo. Pocas veces cargue tantas ganas de volver, de contarle lo que había vivido, de mostrarle las fotos.

Hace un año caminaba por las montañas de El Bolsón. Hace un año me enamoré para siempre del paisaje, y entre ese bosque y río, supe que siempre iba a llevar todo eso dentro de mí.

 
 
 

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